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«Lo importante es la necesidad de las imágenes»

Hace un tiempo un rayo quemó mi disco duro. Todos mis archivos (entre ellos mis fotos), desaparecieron por un año, hasta que un técnico logró recuperarlos. Esa luz que en principio creó las imágenes, también las quemó esa noche en que llovía.

Me pregunté qué sentido tenía acumular imágenes en un computador. Qué sentido tenía para un fotógrafo convertir ese privilegiado espacio de mirar, en un asunto mecánico. Para esa época, ya recorría la ciudad con Camilo Londoño; visitábamos museos y bares y nos sentándonos en la aceras para hablar hasta altas horas de la noche. Conversábamos sobre la mirada: ese universo de referencias y sensibilidades con las que exploramos el mundo. Coincidíamos en algo: mirar es una forma de sentir. Y de conocer, transformar, renovar. Habíamos superado un primer obstáculo para quien aprecia mirar: la cámara. Ahora queríamos detenernos a observar, a (re)conocer. Guardamos la máquina para imaginar otros escenarios posibles.

Evgen Bavcar también creyó perder sus imágenes debido a un fogonazo. Perdió la visión en su ojo izquierdo debido al rasguño de una rama y la de su ojo derecho debido a una explosión. Estudió Filosofía del Arte en París y, para analizar las obras, pedía ayuda a otros para que se las describiesen. Así mismo, muchos años después, aprendió el oficio y se hizo fotógrafo.

¿Cómo es posible?, ¿un fotógrafo ciego? Sí. “Lo importante es la necesidad de las imágenes”, respondió, “no cómo son producidas.”. La idea de Bavcar es terrorismo para un fotógrafo ortodoxo. Prescindir de la cámara, tal vez, le permitía al artista eslavo ampliar las posibilidades expresivas de la imagen. “Cuando imaginamos cosas, existimos: no pertenezco a este mundo si no puedo decir que lo imagino a mi manera. La imagen no es por fuerza algo visual: cuando un ciego dice que imagina, significa que él también tiene una representación interna de realidades externas”.

Tal vez, la pregunta que ese año largo me hice sobre mis archivos extraviados, sirvió para ser consciente de algo: como sucede con las palabras, las imágenes, no deben ser desperdiciadas.  ¿Qué suceden con todas esas instantáneas que disparamos a diario? ¿Para qué sirve que yo capture otro atardecer?

El profesor y fotógrafo catalán, Joan Fontcuberta, recurre a estas preguntas en una de sus charlas sobre su libro La furia de las imágenes, donde expone una visión sensata sobre la producción de éstas en la contemporaneidad,  a través del trabajo Sunsets de la artista Penélope Umbrico. ¿Cuántas fotos se suben a diario sobre lo mismo? ¿Le corresponde al fotógrafo imitar esa manera irracional y automática de producir? ¿Quiénes en verdad se detienen a mirar?

Rebujando en cajas arrumadas durante una residencia local que actualmente hago en Taller 7, descubrí, junto a Milena Contreras, el archivo fotográfico de Mauricio Carmona. Encontramos secuencias de calles y edificios en construcción, casas demolidas, fragmentos de una Medellín que dejó de existir. Su mirada se cruzaba con la idea que yo tenía de construir una obra que hable del contexto de la ciudad y dialogue con una casa de fachada gris que pronto dejará de existir. Pensé en salir a la calle y hacer fotos. Pero, luego de ver, decidí lo contrario: ¿para qué sumar más fotos de atardeceres? Comprendí que, en un mundo sobrestimulado de fotografías, cegado por la luz de las pantallas, suma más un gesto silencioso, de revisión y resignificación, que el ruido de las obturaciones. “Lo importante es la necesidad de las imágenes”, no cómo se producen.

Texto publicado originalmente en la revista Visor, de la Facultad de Comunicación Social-Periodismo, UPB, Medellín, 2018.

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Caminar en tierras ajenas: Observaciones, apuntes y memorias de un viaje

Este reportaje expone, en parte, la ruta de origen del trabajo de investigación En mis pies hay tierras ajenas: relatos de mujeres, memoria y desarraigo, elaborado en el año 2013 por Catalina Rodas Quintero y Hebert Rodríguez García, en el pregrado de Comunicación Social-Periodismo de la Universidad Pontificia Bolivariana, en el que se indagó por los efectos que deja el Conflicto Armado colombiano en una comunidad indígena en el Urabá antioqueño. Actualmente la investigación está en proceso para la publicación de un libro y ha sido expuesta en eventos académicos locales e internacionales sobre fotografía.

Catalina Rodas y Hebert Rodríguez

Fue a comienzos de junio de 2013. Aún éramos estudiantes del pregrado de Comunicación Social-Periodismo de la UPB y decidimos iniciar un viaje a Urabá, subregión del departamento de Antioquia, situada al Noroccidente de Medellín. La zona es reconocida por su posición geográfica, en la que el cruce de caminos facilita el comercio entre el Océano Pacífico y el Océano Atlántico y es un territorio de acceso a diferentes departamentos de Colombia como Córdoba y Chocó. Además, posee extensiones de tierra fértil, donde predominan las plantaciones de banano, piña, plátano y teca. Y por su abundancia en afluentes hídricos y pastizales, la ganadería extensiva se ha convertido en un negocio rentable. Bajo kilómetros de tierra están el oro, el platino y el coltán. Esto ha atraído a múltiples grupos armados que se han disputado el tránsito por estos corredores y se han enfrentado con las armas por el dominio del territorio y sus recursos, desplazando, masacrando e incinerando pueblos enteros.

Previo al viaje, habíamos conversado sobre nuestros intereses investigativos. Estaba esa fascinación por el campo y una preocupación por las consecuencias que traen los enfrentamientos armados en las poblaciones rurales. Queríamos retratar y relatar las historias de los campesinos que han sido afectados por el conflicto armado en Colombia, pero no queríamos incurrir en la imagen icónica del campesino antioqueño. Queríamos otras texturas, otros colores y Urabá lo ofrecía por su diversidad pluriétnica y multicultural.  Decidimos tomar un bus que nos condujera hasta Apartadó, uno de los municipios de la zona, donde nos reuniríamos con la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, entidad gubernamental encargada de velar por la restitución de los derechos de quienes han sido afectados por el conflicto. Allí conoceríamos una historia contundente: treinta y tres familias de diferentes comunidades indígenas Embera Eyábida (hombres y mujeres que habitan el bosque)  habían sido desterradas y desplazadas en un periodo de seis años (1997-2002) de diferentes resguardos, a causa del asesinato de sus miembros y la incursión armada en sus territorios.

La soledad y el olvido

Colombia padece desde hace más de cinco décadas un Conflicto Armado Interno y el campo ha sido el escenario más recurrente para esta guerra. De los 1.141.748 km² de tierra que componen el territorio nacional, son muy pocos los rincones que no han visto transitar tropas de hombres armados, de las fuerzas regulares (Ejército) o irregulares, como las guerrillas (Fuerzas Revolucionarias de Colombia FARC, Ejército de Liberación Nacional ELN, Ejército Popular de Liberación EPL) o de grupos paramilitares (Autodefensas Unidas de Colombia AUC, Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio ACMM, Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá ACCU) o las bandas emergentes que actualmente mutan constantemente, y se forman de las disidencias de los grupos desmovilizados (principalmente paramilitares, aunque se ha comprobado que excombatientes guerrilleros también engrosan las filas). Sus actividades delictivas se basan en el tráfico de estupefacientes, pero al igual que los otros actores armados, buscan un dominio territorial que los legitime como la fuerza predominante.

En medio del fuego, la comunidad rural se ha visto enfrascada en esta lucha por el poder. Sus orígenes se remontan, incluso, desde las gestas independentistas de España, (1819-1831) en las que se marca un primer conflicto en la construcción de una Colombia como nación, hasta las guerras civiles más próximas (La Guerra de los Mil Días, disputada entre el 17 de octubre de 1899 y el 21 de noviembre de 1902), o el periodo denominado como La Violencia, donde se repartía el poder y el territorio de distintas formas –usualmente violentas- entre los dos partidos tradicionales del país: Liberal y Conservador. Aunque no es la única razón, la desigualdad en la tenencia de la tierra es un detonante para que la violencia reviva con actos cada vez más cruentos. El uso de la fuerza y el discurso del miedo han interrumpido continuamente la voluntad de poner fin al uso de las armas como legitimador ideológico y divide en dos partes opuestas, lo que se supone es benéfico para el país. El asesinato de políticos, líderes sindicales, civiles defensores de los derechos humanos, se ha convertido en un accionar recurrente para evitar el disenso y darle continuidad a la figura del opositor con la investidura de enemigo.

Los recursos naturales y la ubicación geoestratégica de Colombia frente al mundo son un común denominador para que los intereses económicos extranjeros (principalmente de Estados Unidos) incidan sobre los designios políticos del país, generen caos e impidan una reconciliación. El apoyo a los grupos armados (entrenamiento y financiación armamentista) es un factor recurrente en la historia latinoamericana que tomó fuerza durante los años de la Guerra Fría, y países como Cuba, principalmente, recibieron apoyo de la Unión Soviética para incitar a un cambio político (estaba la pugna comunismo versus capitalismo) y a través de los grupos guerrilleros se vio la oportunidad, luego de tener éxito la Revolución Cubana, de tomar el poder a través de la insurrección. Como medida reaccionaria, empresas multinacionales que influían en distintos territorios de Colombia, en compañía de ganaderos, terratenientes, políticos, narcotraficantes, empresarios, entre otros, decidieron financiar ejércitos privados que expulsaran las guerrillas de las inmediaciones de sus predios, lo que desató un conflicto en el que no sólo combatientes han muerto.

La pregunta que siempre surge es: ¿Dónde ha estado y está el Estado durante estos últimos sesenta años? ¿En qué lugar estuvo cuando las comunidades rurales (campesinos, comunidades afrodescendientes e indígenas) tuvieron que salir de sus territorios por la incursión de distintos ejércitos?

Mirar y caminar; convivir y retratar

Nuestra primera visita fue en julio, cuando en Urabá las lluvias lo cubren todo. Y luego regresamos varias veces, aún cuando habíamos dejado los salones de clase y el proyecto de grado había sido entregado y empezábamos a asumir la vida laboral y sus obligaciones. Dos años de trabajo de campo en total. Y nunca olvidamos ese camino a La Coquera; esa trocha de fango atravesada por ríos, quebradas y cumbres que transitábamos a pie, durante cuarenta minutos, con el equipo a espaldas, una vez desembarcábamos en un punto de encuentro conocido como Cuatro Esquinas, perteneciente al corregimiento El Reposo en Apartadó. Allí nos dejaba un Jeep Willys, un carro de carga, usado también como trasporte para pasajeros.

Así llegamos a esa comunidad empotrada en las laderas.

En principio, la tierra que pisábamos nos era ajena. Como había sido también para las treinta y tres familias indígenas que componen La Coquera. Salieron de Dabeiba, “porque los mataron”. Salieron de Mutatá, “porque nos amenazaron”. Salieron de Chigorodó, “porque nos desterraron”. Luego llegaron. Hablaron con el Gobernador de Las Palmas. Era el año 2002. Les prestaron la tierra: 80 hectáreas. Les prohibieron sembrar, edificar, cruzar el Río Zungo. Pero lo hicieron: sembraron, edificaron y construyeron una cancha de fútbol al otro lado del río. Cuando llegaron sólo encontraron palmeras, potreros y una casa grande. Una mayoría. Sólo comían coco –por eso La Coquera– hasta que la Alcaldía y la Cruz Roja les llevaron bananos.

Dormíamos en esa edificación en la que ellos se acomodaron cuando llegaron. Era amplia, de paredes de tapia, y allí operaba la escuela. Olía a orines y el suelo estaba cubierto de guano de murciélago. Sobre el piso-techo de madera, había filas de pupitres y mesas arrumadas. Y en una pizarra, olvidados, escritos en tiza del alfabeto Embera y totumas con cabuyas sujetas a los pilotes. Fue nuestro espacio durante dos años de visitas. Ahí pasamos las noches y parte del día, cuando el calor aprisionaba el caucho de las botas contra las pantorrillas y era necesario descansar. Ahí planeamos el relato que queríamos y discutimos las impresiones del día: lo que vimos y sentimos. Con una vela nos iluminábamos para escribir. Preparamos alimentos. Pocas comidas podíamos recibir -ellos dejan la carne a la intemperie, golpeada por el calor y el agua la toman del río –, unos cuantos sorbos o un trozo de carne, nos enfermarían. Con el tiempo conocimos los secretos: aquí velan a los muertos. Ustedes duermen donde está el diablo, decían. Conocimos las huertas y la importancia del fútbol. El liderazgo de la mujer y el papel de los maestros en la pedagogía de la madre tierra. Preguntas, muchas preguntas. Luego cercanía. Reconocimiento. Recorrimos los tambos e indagamos por sus historias. Conocimos su dolor. Una visita. Dos visitas. Unos meses. Varios meses. Un artefacto: la aparición de la cámara como herramienta de investigación.

La manera de mirar

Dentro de las reflexiones que tanto se plantean en la academia sobre el cubrimiento que hacen los medios y los periodistas al conflicto armado que se vive en el país, nuestra mirada apuntó a un plano distinto, a un encuadre en el que la sangre y las vísceras no primaran. Tampoco podíamos. No registrábamos un hecho coyuntural, inmediato; mirábamos hacia atrás, en un ejercicio de análisis sobre los hechos violentos que golpearon la historia de las comunidades y cómo modificaron su manera cotidiana de habitar un territorio, las dinámicas de relacionamiento con las gentes que son ajenas a su cultura y a sus tradiciones. Queríamos mirar el conflicto, desarmados. Apuntar con la cámara sin revictimizar ni usar el dolor como potencia sensible –creemos que la gente, a pesar de sus desgracias, debe exaltarse; se debe procurar por narrar su dolor con respeto y celebrar la decisión de seguir viviendo aun cuando todo su constructo simbólico y social parece derruido. Así lo pensamos, en principio y lo hemos querido mantener. Por eso el color de la vegetación y de sus ropas. Por eso los pies descalzos o con botas. Cada elemento del relato alimenta ese universo que ha desaparecido luego del destierro y el desplazamiento, pero a su vez, habla del estado actual, de la vida que siguió. Revisa, reconstruye, transforma. Construimos un espacio estético para que la angustia y la supervivencia, habiten. Para que aquel que mire se pregunte y si es debido, se conmueva.

Ahora hay otros caminos. Hacerlos visibles. Mostrarlos a ellos y a sus problemáticas. Es nuestro deber como periodistas. Nos impusimos esto desde antes de hacer la primera foto y la primer entrevista. Hemos visitado de nuevo a la comunidad a devolver el material que nos llevamos. Empezamos a socializar el proyecto. Escuchamos sus opiniones y las documentamos. Enviamos ponencias y actualmente participamos de exposiciones itinerantes en Medellín. Queremos reunir el proceso en la publicación de un libro porque sabemos que servirá para que en un futuro podamos decir: aquí está el documento como prueba de que el dolor estuvo y está. De que a pesar de ser nómadas algunos caminos no fueron elegidos, les fueron impuestos. De que, a pesar de la guerra, la vida prima.

Texto publicado originalmente en Revista Comunicación, ISSN 0120-1166, Nº. 33, 2015, págs. 93-100

No era un simple pájaro negro

Estábamos recién casados y como no teníamos dinero suficiente para arrendar un departamento, optamos por quedarnos donde María, mi suegra. Sin embargo, la casa era prácticamente nuestra pues María, luego de la boda, decidió viajar a Nueva York por un tiempo con Sucelt. El lugar, de tres plantas, era una reliquia en Santa Fe. Todo el barrio la conocía, porque era una de las casas fundadoras y María una colonizadora. Por eso, cuando Antonio me ofreció quedarnos, no le reproché. Además, a pocas cuadras vivían mis hermanos con mis padres y su cercanía me sentaba bien. El hogar de María era ahora el mío. O el nuestro. Porque la casa estaba invadida de palomos y canarios, sinsontes y un loro y un pastor alemán que se llamaba Hitler y era la ‘ñaña’ de Antonio.

Las aves le pertenecían a él desde antes de casarnos. Tenía la terraza llena de jaulas. Cada una por nombre, separadas por especie. Manolo, el sinsonte, era un cantor prodigioso y en las mañanas, inflaba el pecho y llenaba la casa con su canto. A este lo seguía Linda, la lora, en habladurías aprendidas. También los canarios, todos en coro repetían, entre silbidos y alaridos, el ‘Mambrú se fue a la guerra’ o ‘la cucaracha’; canciones que Toño les enseñaba.

Pero Negrura, sin duda, era el pájaro más bello.

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Fue Dora quien lo trajo desde Don Matías, en una caja de cartón con orificios, por donde asomaba el pico. Esperó a que el pájaro emplumara y estuviera un poco fuerte para abandonar la pajarera. Lo arrebató en un descuido de la mirla, al dejar el nido en busca de comida, y lo encerró en una caja. Luego, apareció en el salón de clases con el paquete sujeto con una pita y me lo entregó.

—Es tu regalo de bodas—me dijo y se disculpó por su inasistencia al matrimonio.

—Está pichón, aún no vuela—agregó, y enseñó una sonrisa.

Luego de clases, me lo traje y se lo mostré a Antonio.

No sé por qué nunca contemplamos la opción de encerrarlo. Tal vez por la culpa de saber que era una especie silvestre, al igual que las otras, pero con una diferencia enorme: él sí conocería los cielos. Porque el sinsonte, la lora y los palomos, todos, eran aves de abarrotes, domésticos, acostumbrados a las migas con leche y la fruta en trocitos. Pero Negrura era un mirlo libre y apresarlo en una jaula era doblemente mezquino.

Tenía los ojos redondos y brillantes, rodeados por un halo dorado. Y las patas anchas y negras y el pico grueso, también dorado, en filo como un colmillo. Y el plumaje azabache y brillante como el interior de un trozo de carbón. Era hermoso y recorría la casa en saltitos, tambaleándose con el cuerpo hacia los lados, deslizándose con las uñas sobre la baldosa. Se alimentaba de higos maduros y papaya y en ocasiones, cuando apetecía, exigía en chillidos agudos, un poco de mixtura para pájaros.

Sobrevolaba la casa escondiéndose en los cuartos, posándose en la baranda de las camas o asomándose al espejo sobre una cajonera. Giraba el cuello hacia los lados y abría el ojo, asombrado. Abría el pico y golpeaba su imagen y chillaba. Se alzaba, dando latigazos en el techo hasta posarse sobre mí, en una pañoleta de satín que me envolvía el cabello, como un nido delicado y fino. Sentía curiosidad por la terraza. El arrullo de las palomas, el ladrido del perro y el canto del sinsonte y los canarios le causaban intriga y husmeaba a lo lejos, desde el primer peldaño, el sonido que provenía de lo alto. Sin embargo, nunca lo vi subir; excepto un día.

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Tardamos un tiempo en saber su género. Poco sabíamos de los mirlos, y durante los primeros seis meses, lo creímos hembra. Aunque Toño le abrevió el nombre para no confundirse, o confundirnos, porque al llegar a la casa, desde que abría la puerta, entre la oscuridad de la escalera, anunciaba: — ¡Negra, llegué!—, y Negrura abría las plumas del cuello y de las alas y cantaba. El saludo era para mí, pero Negrura, altivo y consentido, se apropiaba del saludo y el apodo. Con el tiempo, con un ‘Ne’ le bastaba y sabía que esa palabra era suya, que así lo nombraban y cantaba desde el lugar de la casa donde se encontrara.

El descubrimiento llegó como un relámpago. Negrura arribó a mi lado, mientras trapeaba el piso. Crispó sus alas, transformado, pues ya no era un pichón de plumaje marrón y tenía ahora un plumaje negro, resplandeciente. La cola, larga y firme, se le arrastraba por el piso y con el ala izquierda desplegada, en un gesto de matador, giró sobre mí en repetidas ocasiones, cortejándome. Toño, asombrado y sonriente, intentó acercarse, pero ‘Ne’, un macho celoso, lo ahuyentó con una algarabía de ave y un batir de alas.

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Disfrutaba mirarlo tomar su baño en un recipiente plástico, junto a la escalera en las mañanas. Sumergía la cabeza en el agua, y con fuerza, lanzaba chorros sobre su espalda emplumada. Abría las alas, clavaba de nuevo el pico y la pechuga y salpicaba las paredes y el piso. Luego, sacudía el cuerpo, desordenado, y volaba hasta lo alto de una silla, en el zaguán, donde permanecía estático para tomar el sol que se colaba por las celosías de un ventanal.

Las puertas del balcón y de la calle permanecían cerradas, pues temíamos que Negrura, entrometido, huyera. Sólo la puerta de la terraza, al final del corredor, permanecía abierta para que Hitler subiera y bajara. Pero en el tiempo que ‘Ne’ permanecía conmigo, nunca se le había ocurrido asomarse en lo alto, donde se divisaban los solares y los patios de las casas vecinas, en el que abundaban las ratas y los gatos. La puerta siempre estaba cerrada mientras nosotros salíamos. Como protesta por dejarlo solo, al regresar, encontrábamos los muebles, las ventanas o los pisos, el espejo o la ropa en la mesa de planchar, cubiertos de guano de mirlo.

Por eso me sorprendió regresar esa tarde y encontrar los muebles limpios. Y la sala y las cortinas en orden y un silencio poco común en los cuartos y en el corredor de la casa.  Entonces, decidí buscarlo porque la ausencia de su canto me angustiaba. Y después de buscar en la alcoba y en el cuarto de las frutas, fue cuando supe que el canto del sinsonte y los gritos de la lora, no era la orquesta natural con que se sorprendía ‘Ne’ en los peldaños de la terraza. Subí las escaleras y entendí el alboroto: ‘Ne’ daba saltos y aletazos en el fondo de un patio de una casa vecina, donde un gato asechaba con sigilo. Nunca supe por qué no voló, por qué simplemente no abrió las alas y se echó a los aires. Por el contrario, decidió trepar la pared como una iguana, torpemente. Antonio entró en ese momento, y al ver mi cara de angustia, decidió salir a buscarlo y traerlo de vuelta.

Opté por encerrarlo en una jaula de la terraza. Se veía aún más asustado que cuando tuvo a sus espaldas, saboreándose con su cuerpo, al gato. Irritado, hinchaba las alas y cambiaba el canto por un sonido sombrío y golpeaba la jaula con el pico y las patas como un gallo de riña. Se detenía y el pecho se inflaba como a punto de estallarse y los ojos negros brillaban y se veía indefenso, similar al momento en que abrí la caja y lo traje a casa. Permaneció en la terraza callado por tres días, se reservó el canto.

No soporté el silencio de la casa, tan llena de cantos de otras aves, menos el de ‘Ne’, amplio y agudo. Decidí liberarlo. Voló de inmediato al interior de un cuarto y buscó el espejo. Cantó tan fuerte que me estremeció. Era un canto silvestre, nada doméstico; como el canto de las aves libres.

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La noticia nos llegó por sorpresa, como Negrura. Esperábamos un bebé. Toño, enloquecido, le hablaba a la barriga y ‘Ne’, a pesar de los celos, guardaba distancia y alzaba el canto. Transcurrieron tres años desde el viaje de María a New York, quien al enterarse, decidió volver.

Negrura recorría de nuevo los techos de la casa y se enseñoreaba en los pasamanos de las escalas y en lo alto de las cortinas. Era un pájaro libre, un mirlo indomable; no era un simple pájaro negro.

Cuando María ingresó a la casa, una sombra atravesó el zaguán y se abalanzó sobre sus piernas con várices. Ella soltó las maletas y huyó al fondo del pasillo. La correteó en saltitos por la casa, la hizo huir de los cuartos y sobre una silla, con una cartera de mano, lo alejaba de las piernas, mientras ‘Ne’, saltaba para picotearla.

Para él, la presencia de María era invasiva y no podía verla deambular por la casa, porque emitía un sonido agrio mientras volaba hasta ella, para impedirle los pasos. María, asustada, dejó claro que se iría si no hacíamos algo con el ave.

Temía por sus piernas tumefactas, por un mal picotazo en las pantorrillas. Y no era de menos; ‘Ne’ tenía un pico recio y grueso como un dedo: un picotazo le causaría la muerte. Decidimos encerrarlo de nuevo.

Esta vez no dio batalla. Ingresó voluntariamente y sobre un madero que atravesaba lateralmente la jaula, se acomodó de espaldas. Mordía la fruta apenas un poco y los platos de mixtura, que antes reclamaba, permanecían intactos. Verlo tras la reja me daba pena. Extrañaba su canto; el alboroto de plumas que causaba antes del descenso sobre mi cabello envuelto; los pasitos torpes por el zaguán de la casa; el charco de agua de su baño sobre el suelo. A veces se le escuchaba un canto, pero al instante mermaba, diluido entre el silbido de los canarios. Con el paso de los días, dormitaba callado.

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María decidió salir un rato a la calle. Se ausentaría por un tiempo ¿Por qué no sacar un rato al Negro?

Ascendí las escaleras hasta la terraza y me acerqué a la jaula: él dormía con la cabeza oculta entre sus alas. Abrí la rejilla, y antes de ingresar mi mano, ‘Ne’ se abalanzó contra la puerta. Sus plumas golpearon contra las barandas, y en su esfuerzo por huir, su pata izquierda se engarzó en la lámina de los desperdicios. Encolerizado, aleteaba e intentaba emprender vuelo, pero la pata atorada lo abatía de nuevo. Ingresé la mano e intenté calmarlo. Me picoteó los dedos. Sabía que esa era su manera de reclamar aquel castigo, de increparme por lo que le había sucedido. Al sujetarlo, pude examinarlo. Me miró asustado. La pata izquierda, con el filo de la bandeja, sufrió un corte por el tarso.

El veterinario aseguró que la pata se le caería sola y no le dolería. Que sería un proceso natural, que le aplicara cremas. A los días, la palma se desprendió del hueso, y en vez de ella, sobresalió un muñón negro.

Toño decía que no era mi culpa, que nada pasaba, que fue un accidente. Sin embargo, ‘Ne’ no comía y menos, se oía su canto. Al acercarme a la jaula para alimentarlo, huía. Daba saltitos y se arrinconaba con su pata de palo. Abría el pico, amenazante. Parecía un cuervo; un ser solitario.

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Transcurrieron semanas hasta que lo oí de nuevo. Era un canto agudo, vigorizante. Atravesó el zaguán y llenó los cuartos. Yo estaba en la cocina, preparando algo. El canto era vívido, y sin embargo, se sentía lejano. No estaba en la casa, pues los cuartos, la cajonera y el espejo, estaban vacíos. También la silla junto al ventanal, los peldaños. Subí a verlo. Lo encontré tieso, tendido entre el guano y el higo seco, con el pico abierto. El muñón estático apuntaba al cielo. Una bandada de pericos sobrevolaba la terraza en algarabía. Las palomas, los canarios, el loro y el sinsonte, guardaban silencio.

Texto publicado originalmente en www.lateralesmagazine.com